11M Madrid

El atentado de Madrid también parece activar
rincones olvidados del lenguaje de la España actual;
palabras con las que interpretar un acontecimiento
que exige algo nuevo, una lectura que supere
la vieja amenaza de «las dos Españas»,
con la que se gobernó en los tiempos
de la dictadura franquista.


thumbD
e la actualidad, ¿qué decir?, ¿qué se dice?: «no lo entiendo»; «faltan las palabras». Y, sin embargo, todo el mundo habla durante horas y horas.
F
altan las palabras para describir, para explicar, para entender, pero se habla a todas horas. En la manifestación a la que fui después de los atentados, ante el no saber qué decir, por respeto, por no saber a quién dirigir el tiro, dónde descargar la rabia, sólo se palmeaba el ritmo de las consignas. Tac, tac, tac. Tac, tac, tac.
F
altan las palabras… nadie contesta. Una de las imágenes más espeluznantes ha sido la del móvil sonando junto al cadáver. Nadie contesta. Nadie pregunta. Otra imagen impactante: la del inmigrante ilegal que no se atreve a ir a preguntar por los suyos.
M
ás tarde se encuentran palabras de rabia; la gente usa los móviles e internet y todos salen a la calle sin que nadie los haya convocado. A la noche hacen ruido, un cacerolazo, como en Argentina. Golpes de rabia. Que hable el ruido.
H
ubo una palabra: solidaridad; todos ayudaron, ejemplares. Conmovidos ante la tragedia. Existen palabras: fanatismo, locura… pero no explican nada. «Bla, bla, bla», como cuando la medicina pone nombre a una enfermedad, con eso no está todo hecho, no todo entendido. El hombre pone nombres, intenta explicar. Los niños también dan sus explicaciones, maman el miedo o el odio de su alrededor, sacan sus conclusiones, preguntan insistentemente, ¿quiénes son los malos? Como todos, necesitan situarse, saber a quién odiar.
T
errorista. El monstruo que aprieta el gatillo. Faltan palabras para entender cuánto odio, o locura, puede llevar a alguien a provocar tanta muerte. ¿Locos? ¿Gente llena de odio? ¿Qué puede lograr ese fenómeno del suicida que se inmola matando? ¿Provocando el mismo daño que han visto en su pueblo, muertes inocentes por muertes de inocentes? Ojo por ojo. En cadena interminable.
L
os extremistas. Siempre los hubo, siempre son un peligro, porque pueden pasar a mayores, actúan el pensamiento de los demás, salen a la calle y actúan la rabia que late en el decir de los demás, actúan el odio que late en el discurso. Véase los que apalean moros o marginales. Los más viejos pronuncian una vieja palabra, hace años no oída: no es la gente, están actuando los «activistas», expertos en calentar a la gente, en provocar la acción en nombre de ciertos intereses. Los extremistas, que, aunque sea actuando el sentir de tantos, van demasiado lejos, se toman la justicia, o la rabia, por su mano, golpean, queman, destrozan, provocan la continuación de la cadena. ¿Cómo se corta la cadena? Con palabras que, aunque no valgan para nombrar ni lleguen a expresar, pongan un poco de orden en los sentimientos y lleven a otra acción. Pero, ¿qué palabras? ¿Qué análisis? ¿Que el odio genera odio? ¿Cómo se remedia la cortedad de visión que produce el odio? Quien vivió la humillación y la impotencia, ¿puede liberar su pensamiento? ¿Tener la sangre fría para seguir hablando?
E
xplicar lo imposible. Hallar otra vía.
E
stán estos muertos, que convulsionan a España, a Europa. Y los que no, los de África, América del Sur, Asia… Este terrorismo, que mata en este caso 201, y los que faltan y los que ya han sido, nueva forma de guerra, tiene algo que ver con el otro terrorismo, que no estalla pero explota a las gentes, el terrorismo de las muertes que no ocupan tanto espacio, ni letras, ni imágenes. Muertos del olvido, máxima expresión del odio. Muertos en sus hambres, en sus guerras, que no son tan importantes porque no son europeas, aunque también tienen que ver con el Primer Mundo: mueren por los diamantes, mueren por no sé qué mineral, mueren porque las medicinas son caras, tal vez porque allí no van los Cascos Azules. O mejor que no vengan salvadores. Creo que me dan mucho más horror y más miedo los monstruos que no aprietan el gatillo que, a veces, incluso no tienen cabeza, ni nombre. O si lo tienen, lo exhiben orgullosos. Porque son los que envían a los otros a matar. Llámense políticos que deciden guerras preventivas firmando miles de sentencias de muerte. Llámense multinacionales, intereses… asesinos de guante blanco. Llámese el cuarto poder, los medios. ¿Tendrán alguna cuota de razón estos extremismos? Aunque nada justifique los medios, un síntoma siempre apunta a una verdad. ¿Estará esta razón en los despachos? El monstruo que habita en el discurso, loco discurso capitalista, que provoca el terrorismo como síntoma.
H
orror de una máquina sin cabeza que avanza sola, que tiene como síntoma el terrorismo, el fanatismo religioso, pero éstos son sólo los síntomas de otros intereses, así fue siempre, frente a los cuales, aunque logremos identificarlos y ponerle palabras, nos seguiremos sintiendo tan impotentes como frente a los terroristas. Dice la gente: «Ya no podemos pasear, ir a donde haya multitudes, hay que quedarse en casa». Identificar al vecino, no saber a quién temer. Guardarse. Sospechar. Racismo, xenofobia.
O
tra vez. Vestigios de viejas cosas conocidas en este país. Las ropas, las caras, los prejuicios. En nombre de la seguridad, el aislamiento. O la valentía de seguir moviéndose, hablando, montando en tren o en avión… teniendo hijos…
S
íntomas de un discurso. Un policía mató a un supuesto simpatizante de los etarras en una discusión; a continuación se entregó. Comentario general: «milagro que no pasa más veces». Muchos en España saben, por experiencia propia, cercana, oída, o en cierto modo percibida, lo que es convivir con el que asesinó, delató, o delataría, a tu gente. En la guerra, en la dictadura. El no saber con quién se puede hablar, o qué consecuencias puede traer hablar por donde menos te lo esperes, porque el que tiene el poder, lo usará. Se aguanta por miedo, por civismo, por cobardía, tal vez por saber que responder con violencia es perpetuar la cadena.
E
n los últimos tiempos resurgen recuerdos dormidos para muchos. No para otros como los ciudadanos del País Vasco, que llevan años en este ambiente. Los más ancianos recuerdan la guerra; los que vivieron la dictadura, la división de las dos Españas, la censura, el ejercicio de leer entre líneas, el no saber y suponer. Algunos más jóvenes descubren ahora (los jóvenes han hablado y preguntado estos días como nunca) que a veces hay que vivir con el asesino enfrente, o sospechando del vecino, que hay que aprender a callar, porque algunos no llevan a bien la diferencia y pueden usar su poder. Creo que España, que ya conocía esto, dijo basta. Y añadir, además –de nuevo- la censura, y además leer entre líneas, además de todo, sentirse manipulados. Otra vez, otra vez. Y el resabio de exceso de poder que recuerda a la dictadura. Demasiado. Tenemos terroristas, es un hecho, pero no queremos dictadores, ni cosa que se le parezca. España se desperezó y los jóvenes tal vez despertaron, triste es que haga falta tan fuerte alarma. Pero me pregunto si también están despertando de nuevo las dos Españas.
D
e la actualidad, ¿qué decir?… ¿qué hacer? La raíz está más allá de España, no es sólo España; es algo extendido por todo el planeta, que entre otras cosas tiene que ver con el hambre y el odio del maltratado, sometido, olvidado en su dolor, y con el odioso olvido de los que actúan, con más o menos conciencia de ello, ciertos intereses, y con el odioso olvido de los que se sienten impotentes. Es difícil encontrar qué hacer. Retomo un párrafo del artículo de J. L. Slimobich, «Terror, nombre del sujeto», aparecido en Letrahora Nº3: «Éstos no son los tiempos del temor. Son los tiempos del terror. Negados, siempre negados, haciendo lo imposible, aparentando la «normalidad», mientras alrededor del mundo breve, como un caos contradictorio y exangüe, doloroso. Pero no queremos callar: hoy cacerolazo, mañana grito, firmas contra la guerra, e-mail, no cejar, insistir. Pero esto no es posición épica ni agitativa en vano. Pues mirar de frente lo imposible de modificar es totalmente diferente de negarlo. Y ya veremos que esta diferencia es más profunda de lo que parece y que tiene innumerables consecuencias teóricas y prácticas».
I
nsistir, al menos no callar, y seguir pensando lo imposible. Conservar el malestar y enfrentarlo.

Autora | Mª Jesús Lazcano