La potencia de provocar dolor, de enfermar, de matar, de curar,
es inherente a la palabra. El silencio, la injuria, la humillación son formas de la violencia,
las que asume el malestar, y no en cualquier civilización: en la civilizada, en la nuestra.
Vivimos en la civilización del odio.
«Ésta es nuestra época: las guerras lejanas, la realidad construida con los medios de comunicación, los piercings (lo que se clava en el cuerpo para tener algo), el libro que no se lee, la acumulación, el individualismo a ultranza (el rechazo de lo colectivo), la inseguridad, la violencia… Tomamos posición frente a ello o simplemente se infiltra en nuestras vidas. Somos objetos sacudidos por la civilización del odio».1
Odio lejano que no tomamos en cuenta más que en momentos puntuales y odio cercano en sus diversas formas de violencia contra el semejante: maltrato, amenazas, persecución, fenómenos de nueva aparición: mobbing,2 buylling…3 judicialización de la vida cotidiana, desaparición del respeto y de la distancia simbólica.
En todos estos fenómenos se puede decir que prima el silencio aunque se digan muchas cosas, aunque se digan barbaridades. Distintas maneras de hablar sin hablar, de hablar sin decir nada, muy presentes en la vida cotidiana.
Entre los efectos de odio presentes en la vida cotidiana están el insulto y las amenazas. No a todas las palabras se las lleva el viento, algunas palabras nos dejan huella, tienen capacidad de marca, las palabras tienen poder, qué duda cabe.
Todos entendemos que se pueden lanzar palabras como pedradas. Cuando dos se insultan, se agreden verbalmente y se puede entender que aunque no se hablan tampoco se matan, al menos aparentemente. Freud, con ironía, lo recoge de un autor inglés: el primero que en vez de arrojar una flecha al enemigo le lanzó un insulto fue el fundador de la civilización… El insulto aparece como sustitución de la acción ofensiva, pasa a ser el arma de los que no tienen armas, de los que no tienen poder y se contentan con mancillar con la lengua… El campo se ha desplazado y se ha dividido: o palabras o armas y, en definitiva, o palabras o muerte.
Sin embargo, las palabras pueden doler tanto como una herida producida por una piedra y así el efecto de un insulto racista como agresión verbal es equivalente a «recibir una bofetada en la cara. La herida es instantánea (…) Algunas formas de insulto racial producen síntomas físicos que temporalmente dejan inválida a la víctima (…) los mensajes del racismo, las amenazas, las difamaciones, los epítetos y los menosprecios racistas, todos golpean las tripas de aquellos que pertenecen al grupo que está en el punto de mira».4 Por eso, según Toni Morrison,5 hay casos en que el lenguaje opresivo hace algo más que representar la violencia; es violencia. El lenguaje opresivo no es un sustituto de la experiencia de la violencia sino que produce su propio tipo de violencia. El testimonio de Victor Frankl6 en un campo de concentración, confirma que «peor que la humillación de los golpes era el insulto. Ser tratados como cerdos era el fin de todo sentimiento de dignidad que pudiera habernos quedado».
Palabras que hieren, que humillan, que duelen, capacidad de marca de las palabras que alternativamente pueden amenazar y preservar al cuerpo.
Cuando Lacan habla de la injuria y el insulto plantea que el sujeto se constituye en la injuria, por efecto de la introducc
ión del significante; se trata de una injuria estructural, de una violencia inaugural. Lo lee en Freud: cuando el Hombre de las ratas era un niño, en un acceso de rabia, le contesta a su padre: «Tú lámpara, tú servilleta, tú plato«… ¿qué más? Es una metáfora radical. Ahí su padre duda si este niño va a ser un genio, -un poeta sin duda- o un gran criminal.7
Lacan va estar de acuerdo en que es en la dimensión de la injuria donde se origina la metáfora y es así que cuando el niño dice, que ya es decir, «el gato hace guau» y «el perro hace miau», en ese acto, de golpe, ha escindido la palabra y la cosa, ha aprehendido que la palabra y la cosa no son lo mismo, que una palabra puede pasar de cosa en cosa, funda una estructura topológica. Es por un acto de escritura que el niño rompe el acuerdo entre el gato y el miau y el perro y el guau, armando una oposición con las palabras que no está en las palabras. Y así, con este acto de violencia funda un nuevo acuerdo: el gato puede hacer guau y el perro puede hacer miau, aparece un incipiente poema…
Hay, por tanto, una génesis de la violencia que proviene, que está fundada en el significante, en el acto de aprehender la estructura significante –la estructura de ruptura de la cosa con la palabra–, aprehende que es un acto de violencia, sufre ese acto de desgarramiento, la aprehensión del lenguaje le lleva a un primer saber de la violencia y por tanto de la maldad, violencia y maldad ahí se hacen par. Esto, sin duda, plantea problemas que Lacan va a seguir desarrollando más tarde.
El sujeto queda aherrojado, aprisionado en la injuria; la injuria es el único modo que tiene el sujeto de sujetarse, de agarrarse del lugar y así la injuria aparece como la envoltura que sustenta la imaginarización del sujeto.
La manera que tiene el sujeto de hacerse un lugar es la injuria que reactiva el Uno, lo retorna, identifica el sujeto con el yo; por eso de muchos recuerdos se recuerda la parte que tiene de injuria o nos quejamos que no es lo que se nos dijo sino el modo cómo se hizo, es decir que los modos borran la palabra. Por eso el sujeto tiene capacidad de marca más que capacidad de memoria, el sujeto se sorprende y olvida.
De la injuria de la metáfora, de ella, «procede la injusticia gratuita hecha a todo sujeto con un atributo mediante el que otro sujeto es animado a atacarlo».
Lacan nos recuerda que el ser procede del lenguaje, de lo simbólico pero de diferentes maneras; el amor inventa el ser, y el odio lo petrifica produciendo silencio.
Hoy día se intenta que el lenguaje sea código, que sea solamente instrumento de comunicación, que no sea un pase a la diferencia y a la alteridad. En otras palabras, se pretende que haya un discurso unívoco por el cual el insulto aparecería como un intento de máxima comunicación donde se entiende todo; se comprueba que del desamor, por ejemplo en las parejas, queda un resto de insultos intentando que el otro quede reducido y petrificado bajo la atribución injuriosa, que quede completado en relación a la significación que proviene del odio; claro que llegado ese momento, el amor, que se nutre mejor de equívocos y malentendidos, ha huido despavorido quedando sólo el silencio como la mala sombra de una desbordada pasión.
Autor | Pedro Muerza
Notas:
1. Slimobich, José L.; Cruz, Francisco; Duro Lombardo, Manuel; Levy, Bernard; (coords.). Lacan: amor y deseo en la civilización del odio. Editorial Universidad de Granada, 2004. Página 19.
2. Acoso psicológico en el trabajo.
3. Acoso entre estudiantes.
4. Matsuda, Mari y otros. Words that wound: critical race theory, assaultive speech and the first amendment. Westview Press, 1993.
5. Morrison, Toni. Conferencia pronunciada al recibir el Premio Nobel de Literatura, 1993.
6. Frankl, Vicktor E. El hombre en busca del sentido último. Editorial Paidós, 1999.
7. Lacan, Jacques. La metáfora del sujeto. En Escritos 2. Editorial Siglo XXI, 1987, pág 869.
8. Lacan, Jacques. De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis. En Escritos 2. Editorial Siglo XXI, 2002.
9. Lacan, Jacques. El Seminario, Libro 3: Las psicosis. Editorial Paidós, 1995.